Infinito abismo
El desamor es el sufrimiento
más triste, el más desalmado.
Es una caída eterna
desde las cumbres
de lo más alto de lo humano.
Después de acariciar
la tersa textura del infinito,
parece que a uno
le han hurtado todo,
el ánimo, el apetito.
Uno queda damnificado.
Desnudo se desciende
un abismo sin tiempo.
El desamor es el sufrimiento
más desolado, el más necio,
el más amargo.
Parece que uno se muere,
pero uno no se muere
-que lástima-.
Sin embargo uno no sufre
de desamor,
sino de ausencia.
Del vacío que genera
un brazo inerte
que no abraza a nadie,
de labios como desiertos,
de sexos olvidados, contenidos.
En las noches de insomnio
los cuervos acuden a la habitación,
atraídos por la fresca sangre
derramada por un corazón
bien herido,
bien pisado,
bien sucumbido.
El desamor es el sufrimiento
más ciego, el más terco.
Uno no puede ver
porque uno no quiere ver.
Hasta que un día
de franca caída precipitada,
uno abre los ojos,
toma conciencia de sí
y dice: ¡Al carajo!
Entonces, una luz mortecina
se inflama y alumbra
¿serán las calderas del infierno,
será la diafanidad del cielo?
Un ángel o un demonio
nos toma de la mano,
nos abraza,
humedece nuestros labios;
y uno asciende plácido
hacia el infinito, donde habita
nuestro siguiente abismo.
más triste, el más desalmado.
Es una caída eterna
desde las cumbres
de lo más alto de lo humano.
Después de acariciar
la tersa textura del infinito,
parece que a uno
le han hurtado todo,
el ánimo, el apetito.
Uno queda damnificado.
Desnudo se desciende
un abismo sin tiempo.
El desamor es el sufrimiento
más desolado, el más necio,
el más amargo.
Parece que uno se muere,
pero uno no se muere
-que lástima-.
Sin embargo uno no sufre
de desamor,
sino de ausencia.
Del vacío que genera
un brazo inerte
que no abraza a nadie,
de labios como desiertos,
de sexos olvidados, contenidos.
En las noches de insomnio
los cuervos acuden a la habitación,
atraídos por la fresca sangre
derramada por un corazón
bien herido,
bien pisado,
bien sucumbido.
El desamor es el sufrimiento
más ciego, el más terco.
Uno no puede ver
porque uno no quiere ver.
Hasta que un día
de franca caída precipitada,
uno abre los ojos,
toma conciencia de sí
y dice: ¡Al carajo!
Entonces, una luz mortecina
se inflama y alumbra
¿serán las calderas del infierno,
será la diafanidad del cielo?
Un ángel o un demonio
nos toma de la mano,
nos abraza,
humedece nuestros labios;
y uno asciende plácido
hacia el infinito, donde habita
nuestro siguiente abismo.
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